viernes, 2 de abril de 2010

La mujer en el Romancero viejo

Principales rasgos del estilo romancístico en el “Romance de una fatal ocasión”

María de los Ángeles González

El tema del “Romance de una fatal ocasión” es el de la doncella que defiende y venga su honra, a pesar de la atracción que siente por el caballero. La seducción se presenta el entorno natural (el prado verde) como lugar propicio para el encuentro amoroso. En ese escenario puede reconocerse el antiguo tópico del locus amoenus que el Renacimiento renovó como marco simbólico del amor ideal.
La joven se presenta con rasgos de inocencia y en perfecta sintonía con la naturaleza, lo que se da a través de imágenes poéticas (“con su andar siega la hierba,/ con los zapatos la trilla”). La ocasión es la que favorece el conflicto y en cierto modo disculpa al caballero: ella, creyéndose sola, se desviste, quedando en camisa (que era, en la época, una prenda interior). Los personajes, como en casi todos los romances, son nobles y tienen rasgos admirables. Lo que precipita el conflicto es el desajuste entre los impulsos naturales y las prescripciones sociales.
La anécdota informa que el caballero sigue a la joven y pretende sus amores. En general, los romances disculpan a los jóvenes (y las jóvenes) que siguen la tendencia natural al amor. Pero, en este caso, el caballero fuerza a la joven, que se niega a corresponder su reclamo amoroso y este error debe pagarse con la muerte para que se cumpla la justicia poética.
Pueden señalarse desde el comienzo dos rasgos típicos del romancero:

1) La oscilación de los tiempos verbales, en este caso del presente y el imperfecto. Puede ser propio de un estado primitivo de la lengua, pero poéticamente funciona para prolongar la acción en el tiempo y dar la idea de la persecución, sintéticamente. A su vez, sirve para dar simultáneamente las acciones de ambos:
“Bien la vía el caballero
que tanto la pretendía;
mucho andaba el de a caballo,
mucho más que anda la niña;
allá se la fue a alcanzar
al pie de una verde oliva”.
Karl Vossler estudió el uso del imperfecto con valor de presente en el romancero, explicándolo como búsqueda de un efecto arcaico y contribuyendo a crear una “inmediatez ilusionista”. Leo Spitzer discutió la afirmación, proponiendo que la alternancia de imperfecto y presente en la narración es un “síntoma de que lo pictórico [descriptivo] alterna con lo dramático, que hay por lo menos dos corrientes contrarias que se combaten: la dramática inmediatez y la pictórica mediatez” (Spitzer, 1980: 135). Por otra parte, la frecuencia de la asonancia –i-a en el romancero hace pensar a Spitzer en un “esquema preestablecido en el cual se encuadra el tema particular, lo contrario del estilo inmediato”. El final del verbo conjugado en imperfecto coincide, en muchos casos, con esa asonancia. Spitzer considera que la tirada asonantada busca un efecto estilístico, provocando “una tensión continua, un martilleo monótono que nos hace esperar con ansia un aflojamiento, una relajación y que, en efecto, en la mayoría de los romances termina con una explosión epigramática o un efecto final como un estallido”. La relativización de los tiempos verbales buscaría el mismo efecto: “paralizar el sentimiento del tiempo real en el oyente” (Spitzer, 1980: 136). Habría, en este caso, una conciencia artística de la importancia del tiempo y la duración de la poesía; en tal sentido, “en el lapso de tiempo más breve posible el romance debe desarrollar sus efectos, hipnotizarnos y despertarnos, transportarnos a un clima histórico y producir una impresión supratemporal, darnos un todo y dejarnos perplejos ante lo fragmentario de la vida, evocar el drama de la vida y a la vez resolverlo en un contenido intelectual epigramático” (Spitzer, 1980: 138).

2) El paralelismo (en este caso sinonímico), también refuerza las dos acciones simultáneas: las del perseguidor y la perseguida. Las estructuras paralelísticas reflejan una fuerte influencia de la lírica cortesana en la construcción de los romances.
Un nuevo paralelismo reforzado por la iteración anafórica tiene un efecto emocional, en la medida en que el narrador inserta una valoración de los hechos (cosa muy común, como las exclamaciones, en el Romancero):
“¡amargo que lleva el fruto
amargo para la linda!”
El fruto del olivo será simbólicamente amargo para ella, pero a su vez sugiere un segundo sentido, en cuanto el “fruto” se asociaba en la literatura medieval, con el amor carnal y la pasión.
A partir del verso 23 se introduce el diálogo (rasgo propio del estilo de casi todos los romances), que actualiza la acción y la hace más dramática y directa. La joven se resiste a dar conversación al caballero estando a solas –lo que afectaría su honra– y a su vez brinda una justificación perfecta de qué hace sola en el campo, porque el hecho de ir a la ermita la coloca en una posición respetable. A esto se suma un rasgo físico, su blancura, que hace presuponer su distinción social, además de ser, en la época, un sinónimo de belleza.
La escena de violencia física que ocurre entre los protagonistas –debe recordarse que es un poema narrativo– abunda en detalles efectistas. Los romances gustan de los hechos de sangre y aun de la exageración o hipérbole en la descripción de las heridas, como en este caso. Al filo de la muerte, el caballero se arrepiente del desliz cometido. La “perdición” a la que se refiere es una forma de confesar el pecado (“perdíme por tu hermosura;/ perdóname, blanca niña”) y salvar su honor frente a ella y su alma frente a Dios. En segunda instancia, hay una preocupación por la trascendencia social de la honra, ya que a sido matado por una dama con sus propias armas, lo que supone una grave afrenta para un caballero.
Aunque no hay testigos, hay en los dos personajes una preocupación por la trascendencia social de la honra. La honra de uno y otra, además, están enfrentadas, porque ella debe decir que lo mató para salvar su propio honor mancillado.
En síntesis, la joven ha puesto por encima de la inclinación amorosa, las leyes de la honra. A pesar de las dolorosas consecuencias para ambos, la finalidad última del romance parece ser aleccionante: la honra femenina es tanto una cuestión social como íntima. Y es tan frágil, de acuerdo a las convenciones de la época, que se vería afectada por la sola sospecha de haber sido forzada.
Como en otros romances, solo la muerte o el casamiento solucionan los casos de honra (es decir, las situaciones en las que la mujer es vejada sexualmente).
Las acciones que se narran a continuación, alternando el pretérito indefinido y el presente, logran la eficacia narrativa sin perder el gusto por el presentismo del relato, que parece transcurrir frente al lector / espectador (para lo que ayuda también el nuevo diálogo de la muchacha con el ermitaño).
La figura del ermitaño, que consiente el enterramiento cristiano del caballero, es necesaria para testificar que el crimen fue cometido en defensa de algo que importa más que la vida humana. Es el representante de la sociedad y de la ley religiosa que refrenda la justicia del acto.
Como en otros romances, el tema es el conflicto entre el deseo y el deber, mostrando la frustración humana del individuo enfrentado a leyes sociales hostiles que, sin embargo, deben ser acatadas. Un nuevo paralelismo, esta vez antitético, pone de manifiesto ese conflicto íntimo:
“Yo con honra sí lo traigo,
con honra y sin alegría”.
El romance termina con una escena que reproduce un tópico de la literatura amorosa: el llanto de la mujer que riega la tumba del amado muerto. El cuadro está dado a través de una serie de paralelismos:
“Con el su puñal dorado
la sepultura le hacía;
con las sus manos tan blancas
de tierra el cuerpo cubría,
con lágrimas en los ojos
le echaba el agua bendita”.
Leo Spitzer define el romance español como “una composición épica que evoca el conjunto de la epopeya, que aísla en un momento de la historia nacional un aspecto ontológico del hombre en general, y que presenta en concentración epigramática, con la ilusión de una vida abreviada, con supresión del lirismo interior de los protagonistas, lo dramático inherente en la objetiva fatalidad, creada por el destino o el hombre mismo, de la historia” (Spitzer, 1980: 131). Frente a la hipótesis de Menéndez Pidal, quien postulaba los romances como ruinas del viejo tronco épico, Spitzer fundamente la independencia artística de los romances, basándose en los antecedentes de Hegel y Vossler, que defendieron la autonomía intelectual de los romances, “cada uno de los cuales tiene su centro en una sola idea”. La apariencia fragmentaria de estas piezas, la impresión de contar una historia truncada y tomada sin antecedentes sería un efecto artístico buscado, que correspondería a un gusto poético de fines de la Edad Media y el tránsito hacia el Renacimiento. Y contribuye a fortalecer su eficacia dramática y lírica.
A su vez, la situación del individuo solo frente a la adversidad –conflicto tan común en los romances– pondría de manifiesto la angustia del hombre que asiste a la ruina de los rígidos valores feudales, sin la contrapartida de un nuevo orden que sustituya las antiguas jerarquías y otorgue parámetros de conducta y seguridad moral: “La visión de la vida que deben haber tenido esos poetas es la de una vida fraccionada en momentos dramáticos, graciosos o trágicos, cada uno con su autonomía respectiva, pero todos regidos por una fatalidad objetiva” (Spitzer, 1980: 140). La visión de la vida siempre es dramática y se juega en un conflicto que no merece un juicio, frente al cual no se toma partido, pero que se vive en su estricta y acotada fatalidad. “El hombre ya no es el héroe ejemplar que fabrica su suerte”, como en la antigua épica, sino que está sometido a otras fuerzas –la naturaleza, el amor, la nación, el destino– que ya no obedecen, como en la Edad Media, a la tutela de la Providencia divina. La suerte del hombre enfrentado a un momento trágico y fatal, que “abarca solo un momento, para trascenderlo”, dice Spitzer, ya tiene algo “de la tensión nerviosa del hombre moderno” (Spitzer, 1980: 144).

Bibliografía

_____________________. “Las mujeres no-castas en el romancero”, en Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas I, 1989: 321-330.

Anónimo, El Romancero viejo, México: Cátedra, 1987. (Edición, prólogo y bibliografía de Mercedes Díaz Roig).

Anónimo, El Romancero, Madrid: Akal, 1992. (Prólogo de Julio Rodríguez Puértolas).

Asencio, Eugenio, Poética y realidad en el cancionero peninsular de la Edad Media. Madrid: Gredos, 1957.

Di Stefano, Giuseppe, “Los temas del romancero”, en Historia y crítica de la literatura española. Edad Media, Francisco Rico (comp.), vol. 1. Madrid: Crítica, 1980. (Edición de Alan Deyermond).

Lacarra, Ma. Eugenia. “Representaciones femeninas en la poesía cortesana y en la narrativa sentimental del siglo XV”, en Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana). II. La mujer en la literatura española. Madrid: Antrophos, 1995 (Iris Zavala coord.).

Menéndez Pidal, Ramón. Poesía juglaresca y juglares, Buenos Aires: Austral, 1942.

Menéndez Pidal, Ramón. Romancero Hispánico (vol. I). Madrid: Espasa-Calpe, 1953.

Rodríguez Puértolas, Julio, Literatura, historia, alienación, Barcelona: Labor, 1976.

Spitzer, Leo. Estilo y estructura en la literatura española. Barcelona: Crítica, 1980.

1 comentario:

  1. Me parece una excelente síntesis de lo más trascendente del romance, con un desliz ortográfico: "ya que a sido matado por una dama". Debería decir: "ha sido". Saludos y gracias.

    ResponderEliminar