viernes, 2 de abril de 2010

El Romancero viejo

La poesía castellana en el siglo XIV
El desarrollo de los romances

El ocaso de la cuaderna vía domina la poesía castellana del siglo XIV. Hacia 1300, los castellanos cultos escribían sus poesías líricas en galaico-portugués y el público popular estaba aficionado a la epopeya. Hacia 1400, el galaico-portugués es progresivamente abandonado y los poetas cultos vuelven a la composición en castellano, mientras que el público prefiere los romances. La épica había declinado hasta casi desaparecer, no se componen nuevos poemas del género y el proceso de reelaboración de la antigua épica casi se había agotado también.
Las opiniones de los críticos sobre la relación entre épica y romances ha cambiado durante el último siglo. Aunque en un principio se creía que los romances eran anteriores a la épica, ya Milá y Fontanals demostró en 1874 que en España, como en la mayoría de los países europeos, la épica precedió a los romances y, por lo que puede entreverse de las relaciones entre ambos géneros, habría sido la épica la que dio origen a estos. La idea se tomó, con el correr de los años, como verdad irrefutable, aunque, en rigor no puede afirmarse siempre esa relación. Lo más que puede decirse es que la épica proporcionó a los romances un sistema de versificación, el asunto para un buen número de ellos y el contenido en detalle para unos pocos. Algunos críticos discutirían aun estas afirmaciones, considerando que una y otros corresponden a dos formas métricas distintas e independientes.
Investigaciones de la segunda mitad del siglo XX llamaron la atención sobre las relaciones de los romances con la poesía lírica, que han resultado casi tan importantes como las relaciones con la epopeya. Algunas endechas combinarán forma lírica con contenido épico. El género comenzó unos siglos antes y algunas de las más tempranas tenían contenido heroico.
Los romances son composiciones épico-líricas, combinando estos elementos de manera particular. Muchísimos romances tienen el asunto y la forma métrica de la épica, y la sintaxis y aun el espíritu de la lírica. Emplean a la vez, por ejemplo, la repetición propia de la lírica popular y las fórmulas características de la épica.
En cuanto a su cronología, no se conservan manuscritos medievales de romances sueltos, y muy pocos son los romances incluidos en los cancioneros de finales del siglo XV. Parecería que la primera edición impresa es un pliego suelto del “Conde Dirlos”, cercano a 1510, seguido de los romances del Cancionero general, de 1511.
Estas fechas son demasiado tardías para aceptarlas como origen del género y se ha demostrado que circularon romances durante todo el siglo XV. La prueba más antigua que se conoce es un texto de Jaume de Olesa, un estudiante de Derecho de Mallorca, que anotó en su cuaderno de apuntes en 1421. Parece claro que muchos otros romances circulaban por entonces sin que fuesen recogidos por escrito. Hacia fines de siglo ya se encuentran en los cancioneros y aparecen cada vez más referencias a los romances en textos de los escritores cultos. Aunque a principios del siglo XV las referencias son desfavorables, en la segunda mitad empezaron a ganar el favor en la corte de los Reyes Católicos. La fecha tardía de aparición de manuscritos o impresos es similar al fenómeno de los villancicos: la existencia de un género popular que no se pone por escrito hasta que comienza a atraer a los poetas cultos.
En cuanto al origen de las piezas, es posible que algunas surgieran contemporáneamente a los sucesos que relatan, pero estos no serían los primeros del género. Las fechas más tempranas que pueden asignarse están en torno al 1320 y corresponden al ciclo de romances compuestos para vilipendiar al rey Pedro. Los que emanan de hechos épicos hispánicos no pueden fecharse con la misma exactitud que los históricos. A la mayoría de los poemas épicos conservados o perdidos corresponde un ciclo de romances: el Cid, Fernán González, Bernardo del Carpio, los siete infantes de Lara, Roncesvalles, etc. Es probable que se algunos hayan desgajado partes enteras de estos poemas, desarrollándose en forma de pieza autónoma. En la mayoría de los casos, sin embargo, el romance constituye una composición nueva inspirada en el asunto del poema.
Es imposible decidir si los romances que se originaron en un poema épico son los más antiguos (y en tal caso continuarían la forma métrica del poema con el que se emparientan) o si tomaron su forma métrica de romances históricos anteriores. En su esquema formal se encuentra un argumento a favor de la primera hipótesis. Los más antiguos poemas épicos tenían un verso promedio de catorce sílabas, mientras que los compuestos después del siglo XIV suelen tener dieciséis, y los versos se agrupan en series de una sola asonancia. La mayoría de los romances poseen una sola asonancia y constan de versos asonantados de dieciséis sílabas (según algunos eruditos son versos octosílabos, siendo asonantados sólo los versos pares).
El parentesco sería apoyado, también, por el hecho de que los romances más antiguos tienden a la irregularidad silábica.
Suele dividirse los romances en viejos (entre los que los romances noticieros forman una sucategoría), juglarescos y artificiosos. Otra clasificación más útil es la de W. J. Entwiste, quien los divide en históricos, literarios (entre los que incluye los épicos) y de aventuras o novelescos. Dentro de los romances históricos puede incluirse a los fronterizos, que tratan de episodios ocurridos en la frontera entre el mundo cristiano y árabe. Aun antes de 1492 hay romances que muestran simpatía por los árabes (maurofilia) y son los llamados moriscos, en los que el personaje moro es visto como un personaje noble aunque desdeñado.
Además de la épica hispánica, otras tradiciones dieron lugar a romances literarios, como los del ciclo carolingio (especialmente las hazañas de Roland) y los del ciclo artúrico. Otros derivan de las crónicas, por ejemplo los que tratan de la caída de España en manos de los árabes.
Los romances de aventuras son un grupo heterogéneo de piezas que no están ligadas a hechos históricos ni a temas literarios: romances de amor, de venganza, misterio o aventuras. Como carecían de detalles locales y sus temas tenían amplio y perdurable interés humano, se divulgaron ampliamente. Muchas veces pertenecen a un territorio internacional similar al que existió para las leyendas marianas o para el folclore.
La lengua de los romances es por lo general arcaica y encierra un buen número de locuciones que provienen de la tradición épica. Otra semejanza con el estilo épico es la aparente confusión de tiempos verbales, problema sin solución definitiva (ver comentario del “Romance de una fatal ocasión”). Hay un uso bastante frecuente del verso formulario, que indicaría una previa etapa oral. Otro recurso muy empleado es la repetición. Se caracterizan, en general, por la economía de estilo y lenguaje: sobriedad e impersonalidad de tono, parco uso de los adjetivos, preferencia de la acción sobre la descripción (esta última, cuando se emplea, es de modo a su vez económico), empleo frecuente del estilo directo, escasez de elementos irreales.
La sobriedad del estilo no caracteriza a los personajes: la ferocidad y lujuria son frecuentes (venganzas, incestos, hechos de sangre). La mayoría de las piezas comienzan in medias res, sin alusión a su contexto, y muchas de ellas concluyen si que la acción principal haya sido llevada a término. Este rasgo, que Menéndez Pidal ha definido como “saber callar a tiempo”, se convierte en ocasiones en un recurso de gran efecto poético y dramático. Esta y otras características hace pensar en un autor individual originario, aunque es probable que cada composición se fuera retocando en el proceso de su transmisión, lo que genera muchas versiones de algunos romances. Menéndez Pidal ha afirmado que el Romancero “vive en variantes”.
Probablemente en un principio los romances fueron cantados o recitados por juglares, pero en el reinado de los Reyes Católicos entraron en la corte, donde eran ejecutados con tonadas compuestas por músicos cortesanos, y desde comienzos del siglo XVI circularon abundantemente en pliegos sueltos. Los cambios introducidos por los poetas cortesanos operaron una reducción en muchos romances y se produjo su adaptación a las formas musicales. También la impresión en pliegos sueltos modificó los romances y la memorización se originó con seguridad mayormente sobre la base de los pliegos y no sólo sobre la tradición oral.
El siglo XVI fue el período favorito de la popularidad del romance en España, aunque su tradición se remonte al menos hasta comienzos del XIV (en el caso de los romances históricos). En el siglo XIX comenzaron a recogerse piezas orales supervivientes en Galicia, Portugal, Andalucía y Cataluña. En mayo de 1900, Menéndez Pidal y su esposa, María Goyri, escucharon cantar un romance del siglo XV en la ciudad de Osma e iniciaron la búsqueda. Muchos han sido recuperados en la tradición oral de América y de los judíos de habla española establecidos en Marruecos.

Fuente:
Deyermond, A. Historia de la literatura española. I. La Edad Media. Barcelona: Ariel, 1973.

La mujer en el Romancero viejo

Principales rasgos del estilo romancístico en el “Romance de una fatal ocasión”

María de los Ángeles González

El tema del “Romance de una fatal ocasión” es el de la doncella que defiende y venga su honra, a pesar de la atracción que siente por el caballero. La seducción se presenta el entorno natural (el prado verde) como lugar propicio para el encuentro amoroso. En ese escenario puede reconocerse el antiguo tópico del locus amoenus que el Renacimiento renovó como marco simbólico del amor ideal.
La joven se presenta con rasgos de inocencia y en perfecta sintonía con la naturaleza, lo que se da a través de imágenes poéticas (“con su andar siega la hierba,/ con los zapatos la trilla”). La ocasión es la que favorece el conflicto y en cierto modo disculpa al caballero: ella, creyéndose sola, se desviste, quedando en camisa (que era, en la época, una prenda interior). Los personajes, como en casi todos los romances, son nobles y tienen rasgos admirables. Lo que precipita el conflicto es el desajuste entre los impulsos naturales y las prescripciones sociales.
La anécdota informa que el caballero sigue a la joven y pretende sus amores. En general, los romances disculpan a los jóvenes (y las jóvenes) que siguen la tendencia natural al amor. Pero, en este caso, el caballero fuerza a la joven, que se niega a corresponder su reclamo amoroso y este error debe pagarse con la muerte para que se cumpla la justicia poética.
Pueden señalarse desde el comienzo dos rasgos típicos del romancero:

1) La oscilación de los tiempos verbales, en este caso del presente y el imperfecto. Puede ser propio de un estado primitivo de la lengua, pero poéticamente funciona para prolongar la acción en el tiempo y dar la idea de la persecución, sintéticamente. A su vez, sirve para dar simultáneamente las acciones de ambos:
“Bien la vía el caballero
que tanto la pretendía;
mucho andaba el de a caballo,
mucho más que anda la niña;
allá se la fue a alcanzar
al pie de una verde oliva”.
Karl Vossler estudió el uso del imperfecto con valor de presente en el romancero, explicándolo como búsqueda de un efecto arcaico y contribuyendo a crear una “inmediatez ilusionista”. Leo Spitzer discutió la afirmación, proponiendo que la alternancia de imperfecto y presente en la narración es un “síntoma de que lo pictórico [descriptivo] alterna con lo dramático, que hay por lo menos dos corrientes contrarias que se combaten: la dramática inmediatez y la pictórica mediatez” (Spitzer, 1980: 135). Por otra parte, la frecuencia de la asonancia –i-a en el romancero hace pensar a Spitzer en un “esquema preestablecido en el cual se encuadra el tema particular, lo contrario del estilo inmediato”. El final del verbo conjugado en imperfecto coincide, en muchos casos, con esa asonancia. Spitzer considera que la tirada asonantada busca un efecto estilístico, provocando “una tensión continua, un martilleo monótono que nos hace esperar con ansia un aflojamiento, una relajación y que, en efecto, en la mayoría de los romances termina con una explosión epigramática o un efecto final como un estallido”. La relativización de los tiempos verbales buscaría el mismo efecto: “paralizar el sentimiento del tiempo real en el oyente” (Spitzer, 1980: 136). Habría, en este caso, una conciencia artística de la importancia del tiempo y la duración de la poesía; en tal sentido, “en el lapso de tiempo más breve posible el romance debe desarrollar sus efectos, hipnotizarnos y despertarnos, transportarnos a un clima histórico y producir una impresión supratemporal, darnos un todo y dejarnos perplejos ante lo fragmentario de la vida, evocar el drama de la vida y a la vez resolverlo en un contenido intelectual epigramático” (Spitzer, 1980: 138).

2) El paralelismo (en este caso sinonímico), también refuerza las dos acciones simultáneas: las del perseguidor y la perseguida. Las estructuras paralelísticas reflejan una fuerte influencia de la lírica cortesana en la construcción de los romances.
Un nuevo paralelismo reforzado por la iteración anafórica tiene un efecto emocional, en la medida en que el narrador inserta una valoración de los hechos (cosa muy común, como las exclamaciones, en el Romancero):
“¡amargo que lleva el fruto
amargo para la linda!”
El fruto del olivo será simbólicamente amargo para ella, pero a su vez sugiere un segundo sentido, en cuanto el “fruto” se asociaba en la literatura medieval, con el amor carnal y la pasión.
A partir del verso 23 se introduce el diálogo (rasgo propio del estilo de casi todos los romances), que actualiza la acción y la hace más dramática y directa. La joven se resiste a dar conversación al caballero estando a solas –lo que afectaría su honra– y a su vez brinda una justificación perfecta de qué hace sola en el campo, porque el hecho de ir a la ermita la coloca en una posición respetable. A esto se suma un rasgo físico, su blancura, que hace presuponer su distinción social, además de ser, en la época, un sinónimo de belleza.
La escena de violencia física que ocurre entre los protagonistas –debe recordarse que es un poema narrativo– abunda en detalles efectistas. Los romances gustan de los hechos de sangre y aun de la exageración o hipérbole en la descripción de las heridas, como en este caso. Al filo de la muerte, el caballero se arrepiente del desliz cometido. La “perdición” a la que se refiere es una forma de confesar el pecado (“perdíme por tu hermosura;/ perdóname, blanca niña”) y salvar su honor frente a ella y su alma frente a Dios. En segunda instancia, hay una preocupación por la trascendencia social de la honra, ya que a sido matado por una dama con sus propias armas, lo que supone una grave afrenta para un caballero.
Aunque no hay testigos, hay en los dos personajes una preocupación por la trascendencia social de la honra. La honra de uno y otra, además, están enfrentadas, porque ella debe decir que lo mató para salvar su propio honor mancillado.
En síntesis, la joven ha puesto por encima de la inclinación amorosa, las leyes de la honra. A pesar de las dolorosas consecuencias para ambos, la finalidad última del romance parece ser aleccionante: la honra femenina es tanto una cuestión social como íntima. Y es tan frágil, de acuerdo a las convenciones de la época, que se vería afectada por la sola sospecha de haber sido forzada.
Como en otros romances, solo la muerte o el casamiento solucionan los casos de honra (es decir, las situaciones en las que la mujer es vejada sexualmente).
Las acciones que se narran a continuación, alternando el pretérito indefinido y el presente, logran la eficacia narrativa sin perder el gusto por el presentismo del relato, que parece transcurrir frente al lector / espectador (para lo que ayuda también el nuevo diálogo de la muchacha con el ermitaño).
La figura del ermitaño, que consiente el enterramiento cristiano del caballero, es necesaria para testificar que el crimen fue cometido en defensa de algo que importa más que la vida humana. Es el representante de la sociedad y de la ley religiosa que refrenda la justicia del acto.
Como en otros romances, el tema es el conflicto entre el deseo y el deber, mostrando la frustración humana del individuo enfrentado a leyes sociales hostiles que, sin embargo, deben ser acatadas. Un nuevo paralelismo, esta vez antitético, pone de manifiesto ese conflicto íntimo:
“Yo con honra sí lo traigo,
con honra y sin alegría”.
El romance termina con una escena que reproduce un tópico de la literatura amorosa: el llanto de la mujer que riega la tumba del amado muerto. El cuadro está dado a través de una serie de paralelismos:
“Con el su puñal dorado
la sepultura le hacía;
con las sus manos tan blancas
de tierra el cuerpo cubría,
con lágrimas en los ojos
le echaba el agua bendita”.
Leo Spitzer define el romance español como “una composición épica que evoca el conjunto de la epopeya, que aísla en un momento de la historia nacional un aspecto ontológico del hombre en general, y que presenta en concentración epigramática, con la ilusión de una vida abreviada, con supresión del lirismo interior de los protagonistas, lo dramático inherente en la objetiva fatalidad, creada por el destino o el hombre mismo, de la historia” (Spitzer, 1980: 131). Frente a la hipótesis de Menéndez Pidal, quien postulaba los romances como ruinas del viejo tronco épico, Spitzer fundamente la independencia artística de los romances, basándose en los antecedentes de Hegel y Vossler, que defendieron la autonomía intelectual de los romances, “cada uno de los cuales tiene su centro en una sola idea”. La apariencia fragmentaria de estas piezas, la impresión de contar una historia truncada y tomada sin antecedentes sería un efecto artístico buscado, que correspondería a un gusto poético de fines de la Edad Media y el tránsito hacia el Renacimiento. Y contribuye a fortalecer su eficacia dramática y lírica.
A su vez, la situación del individuo solo frente a la adversidad –conflicto tan común en los romances– pondría de manifiesto la angustia del hombre que asiste a la ruina de los rígidos valores feudales, sin la contrapartida de un nuevo orden que sustituya las antiguas jerarquías y otorgue parámetros de conducta y seguridad moral: “La visión de la vida que deben haber tenido esos poetas es la de una vida fraccionada en momentos dramáticos, graciosos o trágicos, cada uno con su autonomía respectiva, pero todos regidos por una fatalidad objetiva” (Spitzer, 1980: 140). La visión de la vida siempre es dramática y se juega en un conflicto que no merece un juicio, frente al cual no se toma partido, pero que se vive en su estricta y acotada fatalidad. “El hombre ya no es el héroe ejemplar que fabrica su suerte”, como en la antigua épica, sino que está sometido a otras fuerzas –la naturaleza, el amor, la nación, el destino– que ya no obedecen, como en la Edad Media, a la tutela de la Providencia divina. La suerte del hombre enfrentado a un momento trágico y fatal, que “abarca solo un momento, para trascenderlo”, dice Spitzer, ya tiene algo “de la tensión nerviosa del hombre moderno” (Spitzer, 1980: 144).

Bibliografía

_____________________. “Las mujeres no-castas en el romancero”, en Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas I, 1989: 321-330.

Anónimo, El Romancero viejo, México: Cátedra, 1987. (Edición, prólogo y bibliografía de Mercedes Díaz Roig).

Anónimo, El Romancero, Madrid: Akal, 1992. (Prólogo de Julio Rodríguez Puértolas).

Asencio, Eugenio, Poética y realidad en el cancionero peninsular de la Edad Media. Madrid: Gredos, 1957.

Di Stefano, Giuseppe, “Los temas del romancero”, en Historia y crítica de la literatura española. Edad Media, Francisco Rico (comp.), vol. 1. Madrid: Crítica, 1980. (Edición de Alan Deyermond).

Lacarra, Ma. Eugenia. “Representaciones femeninas en la poesía cortesana y en la narrativa sentimental del siglo XV”, en Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana). II. La mujer en la literatura española. Madrid: Antrophos, 1995 (Iris Zavala coord.).

Menéndez Pidal, Ramón. Poesía juglaresca y juglares, Buenos Aires: Austral, 1942.

Menéndez Pidal, Ramón. Romancero Hispánico (vol. I). Madrid: Espasa-Calpe, 1953.

Rodríguez Puértolas, Julio, Literatura, historia, alienación, Barcelona: Labor, 1976.

Spitzer, Leo. Estilo y estructura en la literatura española. Barcelona: Crítica, 1980.

Romance de una fatal ocasión

Principales rasgos del estilo romancístico en el “Romance de una fatal ocasión”

María de los Ángeles González

El tema del “Romance de una fatal ocasión” es el de la doncella que defiende y venga su honra, a pesar de la atracción que siente por el caballero. La seducción se presenta el entorno natural (el prado verde) como lugar propicio para el encuentro amoroso. En ese escenario puede reconocerse el antiguo tópico del locus amoenus que el Renacimiento renovó como marco simbólico del amor ideal.
La joven se presenta con rasgos de inocencia y en perfecta sintonía con la naturaleza, lo que se da a través de imágenes poéticas (“con su andar siega la hierba,/ con los zapatos la trilla”). La ocasión es la que favorece el conflicto y en cierto modo disculpa al caballero: ella, creyéndose sola, se desviste, quedando en camisa (que era, en la época, una prenda interior). Los personajes, como en casi todos los romances, son nobles y tienen rasgos admirables. Lo que precipita el conflicto es el desajuste entre los impulsos naturales y las prescripciones sociales.
La anécdota informa que el caballero sigue a la joven y pretende sus amores. En general, los romances disculpan a los jóvenes (y las jóvenes) que siguen la tendencia natural al amor. Pero, en este caso, el caballero fuerza a la joven, que se niega a corresponder su reclamo amoroso y este error debe pagarse con la muerte para que se cumpla la justicia poética.
Pueden señalarse desde el comienzo dos rasgos típicos del romancero:

1) La oscilación de los tiempos verbales, en este caso del presente y el imperfecto. Puede ser propio de un estado primitivo de la lengua, pero poéticamente funciona para prolongar la acción en el tiempo y dar la idea de la persecución, sintéticamente. A su vez, sirve para dar simultáneamente las acciones de ambos:
“Bien la vía el caballero
que tanto la pretendía;
mucho andaba el de a caballo,
mucho más que anda la niña;
allá se la fue a alcanzar
al pie de una verde oliva”.
Karl Vossler estudió el uso del imperfecto con valor de presente en el romancero, explicándolo como búsqueda de un efecto arcaico y contribuyendo a crear una “inmediatez ilusionista”. Leo Spitzer discutió la afirmación, proponiendo que la alternancia de imperfecto y presente en la narración es un “síntoma de que lo pictórico [descriptivo] alterna con lo dramático, que hay por lo menos dos corrientes contrarias que se combaten: la dramática inmediatez y la pictórica mediatez” (Spitzer, 1980: 135). Por otra parte, la frecuencia de la asonancia –i-a en el romancero hace pensar a Spitzer en un “esquema preestablecido en el cual se encuadra el tema particular, lo contrario del estilo inmediato”. El final del verbo conjugado en imperfecto coincide, en muchos casos, con esa asonancia. Spitzer considera que la tirada asonantada busca un efecto estilístico, provocando “una tensión continua, un martilleo monótono que nos hace esperar con ansia un aflojamiento, una relajación y que, en efecto, en la mayoría de los romances termina con una explosión epigramática o un efecto final como un estallido”. La relativización de los tiempos verbales buscaría el mismo efecto: “paralizar el sentimiento del tiempo real en el oyente” (Spitzer, 1980: 136). Habría, en este caso, una conciencia artística de la importancia del tiempo y la duración de la poesía; en tal sentido, “en el lapso de tiempo más breve posible el romance debe desarrollar sus efectos, hipnotizarnos y despertarnos, transportarnos a un clima histórico y producir una impresión supratemporal, darnos un todo y dejarnos perplejos ante lo fragmentario de la vida, evocar el drama de la vida y a la vez resolverlo en un contenido intelectual epigramático” (Spitzer, 1980: 138).

2) El paralelismo (en este caso sinonímico), también refuerza las dos acciones simultáneas: las del perseguidor y la perseguida. Las estructuras paralelísticas reflejan una fuerte influencia de la lírica cortesana en la construcción de los romances.
Un nuevo paralelismo reforzado por la iteración anafórica tiene un efecto emocional, en la medida en que el narrador inserta una valoración de los hechos (cosa muy común, como las exclamaciones, en el Romancero):
“¡amargo que lleva el fruto
amargo para la linda!”
El fruto del olivo será simbólicamente amargo para ella, pero a su vez sugiere un segundo sentido, en cuanto el “fruto” se asociaba en la literatura medieval, con el amor carnal y la pasión.
A partir del verso 23 se introduce el diálogo (rasgo propio del estilo de casi todos los romances), que actualiza la acción y la hace más dramática y directa. La joven se resiste a dar conversación al caballero estando a solas –lo que afectaría su honra– y a su vez brinda una justificación perfecta de qué hace sola en el campo, porque el hecho de ir a la ermita la coloca en una posición respetable. A esto se suma un rasgo físico, su blancura, que hace presuponer su distinción social, además de ser, en la época, un sinónimo de belleza.
La escena de violencia física que ocurre entre los protagonistas –debe recordarse que es un poema narrativo– abunda en detalles efectistas. Los romances gustan de los hechos de sangre y aun de la exageración o hipérbole en la descripción de las heridas, como en este caso. Al filo de la muerte, el caballero se arrepiente del desliz cometido. La “perdición” a la que se refiere es una forma de confesar el pecado (“perdíme por tu hermosura;/ perdóname, blanca niña”) y salvar su honor frente a ella y su alma frente a Dios. En segunda instancia, hay una preocupación por la trascendencia social de la honra, ya que a sido matado por una dama con sus propias armas, lo que supone una grave afrenta para un caballero.
Aunque no hay testigos, hay en los dos personajes una preocupación por la trascendencia social de la honra. La honra de uno y otra, además, están enfrentadas, porque ella debe decir que lo mató para salvar su propio honor mancillado.
En síntesis, la joven ha puesto por encima de la inclinación amorosa, las leyes de la honra. A pesar de las dolorosas consecuencias para ambos, la finalidad última del romance parece ser aleccionante: la honra femenina es tanto una cuestión social como íntima. Y es tan frágil, de acuerdo a las convenciones de la época, que se vería afectada por la sola sospecha de haber sido forzada.
Como en otros romances, solo la muerte o el casamiento solucionan los casos de honra (es decir, las situaciones en las que la mujer es vejada sexualmente).
Las acciones que se narran a continuación, alternando el pretérito indefinido y el presente, logran la eficacia narrativa sin perder el gusto por el presentismo del relato, que parece transcurrir frente al lector / espectador (para lo que ayuda también el nuevo diálogo de la muchacha con el ermitaño).
La figura del ermitaño, que consiente el enterramiento cristiano del caballero, es necesaria para testificar que el crimen fue cometido en defensa de algo que importa más que la vida humana. Es el representante de la sociedad y de la ley religiosa que refrenda la justicia del acto.
Como en otros romances, el tema es el conflicto entre el deseo y el deber, mostrando la frustración humana del individuo enfrentado a leyes sociales hostiles que, sin embargo, deben ser acatadas. Un nuevo paralelismo, esta vez antitético, pone de manifiesto ese conflicto íntimo:
“Yo con honra sí lo traigo,
con honra y sin alegría”.
El romance termina con una escena que reproduce un tópico de la literatura amorosa: el llanto de la mujer que riega la tumba del amado muerto. El cuadro está dado a través de una serie de paralelismos:
“Con el su puñal dorado
la sepultura le hacía;
con las sus manos tan blancas
de tierra el cuerpo cubría,
con lágrimas en los ojos
le echaba el agua bendita”.
Leo Spitzer define el romance español como “una composición épica que evoca el conjunto de la epopeya, que aísla en un momento de la historia nacional un aspecto ontológico del hombre en general, y que presenta en concentración epigramática, con la ilusión de una vida abreviada, con supresión del lirismo interior de los protagonistas, lo dramático inherente en la objetiva fatalidad, creada por el destino o el hombre mismo, de la historia” (Spitzer, 1980: 131). Frente a la hipótesis de Menéndez Pidal, quien postulaba los romances como ruinas del viejo tronco épico, Spitzer fundamente la independencia artística de los romances, basándose en los antecedentes de Hegel y Vossler, que defendieron la autonomía intelectual de los romances, “cada uno de los cuales tiene su centro en una sola idea”. La apariencia fragmentaria de estas piezas, la impresión de contar una historia truncada y tomada sin antecedentes sería un efecto artístico buscado, que correspondería a un gusto poético de fines de la Edad Media y el tránsito hacia el Renacimiento. Y contribuye a fortalecer su eficacia dramática y lírica.
A su vez, la situación del individuo solo frente a la adversidad –conflicto tan común en los romances– pondría de manifiesto la angustia del hombre que asiste a la ruina de los rígidos valores feudales, sin la contrapartida de un nuevo orden que sustituya las antiguas jerarquías y otorgue parámetros de conducta y seguridad moral: “La visión de la vida que deben haber tenido esos poetas es la de una vida fraccionada en momentos dramáticos, graciosos o trágicos, cada uno con su autonomía respectiva, pero todos regidos por una fatalidad objetiva” (Spitzer, 1980: 140). La visión de la vida siempre es dramática y se juega en un conflicto que no merece un juicio, frente al cual no se toma partido, pero que se vive en su estricta y acotada fatalidad. “El hombre ya no es el héroe ejemplar que fabrica su suerte”, como en la antigua épica, sino que está sometido a otras fuerzas –la naturaleza, el amor, la nación, el destino– que ya no obedecen, como en la Edad Media, a la tutela de la Providencia divina. La suerte del hombre enfrentado a un momento trágico y fatal, que “abarca solo un momento, para trascenderlo”, dice Spitzer, ya tiene algo “de la tensión nerviosa del hombre moderno” (Spitzer, 1980: 144).

Bibliografía

_____________________. “Las mujeres no-castas en el romancero”, en Actas del IX Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas I, 1989: 321-330.

Anónimo, El Romancero viejo, México: Cátedra, 1987. (Edición, prólogo y bibliografía de Mercedes Díaz Roig).

Anónimo, El Romancero, Madrid: Akal, 1992. (Prólogo de Julio Rodríguez Puértolas).

Asencio, Eugenio, Poética y realidad en el cancionero peninsular de la Edad Media. Madrid: Gredos, 1957.

Di Stefano, Giuseppe, “Los temas del romancero”, en Historia y crítica de la literatura española. Edad Media, Francisco Rico (comp.), vol. 1. Madrid: Crítica, 1980. (Edición de Alan Deyermond).

Lacarra, Ma. Eugenia. “Representaciones femeninas en la poesía cortesana y en la narrativa sentimental del siglo XV”, en Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana). II. La mujer en la literatura española. Madrid: Antrophos, 1995 (Iris Zavala coord.).

Menéndez Pidal, Ramón. Poesía juglaresca y juglares, Buenos Aires: Austral, 1942.

Menéndez Pidal, Ramón. Romancero Hispánico (vol. I). Madrid: Espasa-Calpe, 1953.

Rodríguez Puértolas, Julio, Literatura, historia, alienación, Barcelona: Labor, 1976.

Spitzer, Leo. Estilo y estructura en la literatura española. Barcelona: Crítica, 1980.

jueves, 1 de abril de 2010

Literatura y praxis didáctica

Les recomiendo este artículo, que propone formas y metodologías de trabajo para abordar textos de la historia literaria española, especialmente con alumnos de enseñanza media
http://revistas.ucm.es/edu/11300531/articulos/DIDA9393110199A.PDF